Fui al “ping pong show” y me quedé para contarlo

Unos días atrás leí por ahí la experiencia de Fran en uno de los famosos “ping pong show” tailandés, y cómo se había rebelado ante los precios de esta “exótica” atracción turística, viendo solo una parte de las especiales habilidades tailandesas. Pues bien, en mi caso la curiosidad fue más fuerte (y más débil mi resistencia a la intimidación local), sí pagué un trago a un precio exorbitante y me quedé a ver esta rareza.

Era verano en Tailandia, y llegué a Phuket después de unos días en Bangkok. Ya habíamos caído ahí como turistas inexpertas con un tuk-tuk que nos hizo pasear una hora con shopping obligado en lugar de llevarnos directamente al lugar que habíamos pedido, a menos de 15 minutos del punto de partida. En Phuket nos reunimos con un tercer amigo y alojamos en Karon beach, más tranquila para el descanso que estábamos buscando. Pero como el mito decía que el carrete estaba en Patong, enfilamos para allá una noche. Y en Patong, todos los caminos llevan a Bangla Road, paseo peatonal enmarcado por bares de diversos looks y presupuestos, con caños en las barras hacia la calle, donde lánguidas chicas se contornean con poca ropa buscando atraer clientes para sus locales.

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En ese tumulto íbamos los tres meditando qué local elegir para tomar algo, cuando se nos empiezan a acercar ofreciéndonos “ping pong show” con distintos números y tragos. Nuestra única referencia era la de otro amigo que dijo que había durado 5 minutos en uno de estos locales y se tuvo que ir, que el show fue de muy mal gusto para él. Como antes ese mismo amigo había hecho una errónea recomendación sobre probar el durian en Malasia, dijimos “Qué tan malo puede ser?” y accedimos a una de las múltiples invitaciones que nos hicieron en la calle, mostrándonos folletos plastificados con fotos de tragos y listando los números del show.

Instantáneamente pasamos de la alegría y el relajo al temor y recelo. Tuvimos que seguir a nuestra anfitriona a un local, el que atravesamos para llegar a un pasillo desierto y oscuro, luego bajar una escalera y llegar a una puerta metálica cerrada, con un guardia gigante en la puerta. Se nos advirtió que no podíamos tomar fotos ni grabar y que “solo” necesitábamos consumir un trago para disfrutar del show. OK, asentimos y entramos.

Era un escenario pequeño rodeado de mesas redondas, donde a lo más había 6 espectadores, parejas curiosas, hombres solitarios y en grupos. Entre las mesas había caños con chicas en topless, que bailaban como trámite por turnos de media hora, para luego darle el paso a otra chica. Llegó una “mesera”, alta y corpulenta y vestida como guardia, con una nueva carta plastificada que tenía una lista de los números del show –con nombres sugerentes que ya no recuerdo- y que luego volteó para mostrar los precios de los tragos. Si una cerveza habitualmente costaba menos de 300 bahts (quizás menos, la memoria me falla), aquí costaban 950 (más de US$ 25). Un trago con destilado, llámese tequila o piña colada, 1.200. Whisky, 3.000. Se quedó frente a nosotros esperando nuestra decisión, mientras conversábamos en chileno si quedarnos o no quedarnos. Nos sentíamos intimidados y un poco asustados, pero aún curiosos. Mientras decidíamos se acercó otro guardia – mesero a presionar un poco. Cuando al final pedimos nuestros tragos, se acercaron más chicas en topless, con bandejas a lo “cigarrera” de los 20, a ofrecernos shots –tan caros como el resto de la carta-, tratando de convencernos con excesiva cercanía. Les dijimos que no y se alejaron con mala cara.

Cuando vimos el primer show, nos llamó la atención la mujer sobre el escenario. Yo la hubiera calificado como “jubilada” ya del business. No era joven, ni agraciada, ni tenía atributos especiales a la vista. Así ocurrió con el resto de las “performers”, salvo una o dos que eran más jóvenes, la mayoría lucían experimentadas pero poco o nada atractivas físicamente, más allá de ser relativamente delgadas. Y sus trajes eran ultra sencillos, nada de bonitos y más bien prácticos, como opacos pareos y tops que desaparecían rápidamente para dar paso a la acción.

Durante la media hora que resistimos, vimos cómo estas mujeres usaron sus «partes íntimas» para transportar peces, dejándolos caer en una pecera sobre el escenario (nunca podré volver a ver “Buscando a Nemo” con los mismos ojos), e incluso roedores, los que extraían en el escenario y luego se lucían moviendo su cola ante el público. Vimos cómo vaciaban y llenaban de agua una botella de bebida de vidrio, luciendo su nivel avanzado de uso de músculos pélvicos y demases (y entendimos por qué en Tailandia siempre te dan esas botellitas con bombilla). También fuimos testigos de un show de destreza, apuntando y lanzando una pelota desde la vagina de una al canasto que otra sostenía en distintos puntos del escenario. Nos mostraron habilidades dignas de un faquir, extrayendo nuevamente desde allí un par de metros de unos cordeles con clips, muy semejantes a un alambre de púas.  Además de eso, dos chicas hicieron un show tipo “escolar sexy” para terminar desnudas ofreciendo masajes a la audiencia. Como nadie accedió, se masajearon entre ellas (if you know what I mean). Además de eso recuerdo vagamente algo como un intermedio musical y sería.

En algún momento una de las performers se paseó entre las mesas pidiendo una propina para ellas con una pecera (oh, déja vu), en tono quejoso y también ligeramente amenazante, a tono con la dinámica general. No quisimos darle y tras un poco más de 30 minutos ahí, decidimos dejar los tragos y retirarnos.

Si bien es algo como para contar a los nietos (OK, mejor a los amigos), mi recomendación a quienes viajan a Tailandia es NO VAYAN A UN PING PONG SHOW. He sabido de historias peores, donde terminan timando en montos mayores a los turistas, a punta de intimidación, y la policía nunca hace nada. Es pintoresco, pero también desagradable, una arista más de ese turismo medio “pervertido” que lamentablemente caracteriza a ciertas zonas de Tailandia, opacando cosas mejores como su gastronomía y sus paisajes.

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